1.996 - CARLOS COLÓN PERALES
El Cristo de la Fundación, carne amoratada y muerta, nos llega entre faroles fúnebres.Tiene el nombre exacto, porque con su presencia funda el sentido del tiempo que se inaugura.Nada hay en su entorno que distraiga.Descalzos casi todos los nazarenos que lo escoltan, intima la música de capilla, impresionante el cuerpo, tan herido, tan visibles en él los signos terribles de la muerte.Avanza dando lecciones de tinieblas, diciendo a quien quiera oírlo que se ha acabado el tiempo de la gracia superficial, porque esta noche es la noche de la Pascua, el sudor de sangre entre los olivos, el prendimiento a la luz de las antorchas, los tribunales, los mantos púrpuras y las coronas de espinas.En torno al Cristo de la Fundación la fiesta sagrada ha dejado de ser fiesta. Ya sólo es sagrada.
En perfecta simetría, desde el otro extremo de la ciudad le sale al encuentro la Virgen de la Victoria, mía desde los días de mi infancia, mía de los míos, dando lecciones de la medida que en todo han de tener las cosas de Sevilla.No admite desbordamientos, porque son ofensas; ni ofrendas porque son trivialidad. Sólo admite corazones serenos, como el suyo, y emociones adultas, como la suya. Aquí como ante el Cristo de la Fundación, todo se pone en su sitio.Hay distancias, porque este es verdaderamente el dolor de la Madre de Dios que sabe que lo es.Hay distancias, y ello es bueno, hoy, porque la Virgen de la Victoria advierte, en las puertas del Jueves Santo, sin crispar el gesto, con serenidad y hermosura, que estamos en lo absolutamente serio, que su Hijo no ha muerto para que sólo hagamos una fiesta, que Dios es Dios, y su nombre lo más sagrado.
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