lunes, 14 de marzo de 2011

VI PREGÓN - FALTAN 34 DÍAS

              
   2.002 - FRANCISCO  J. RUIZ TORRENT
         
    
  " Aún dormía la ciudad. Por las blancas azoteas tendidas de prendas multicolores, por tejados florecidos de amarillos jaramagos, por la torre cercana rematada de azulejos, se reflejaban los primeros rayos de un tímido sol que iba rompiendo poco a poco el celeste grisáceo del amanecer.

Un levísimo aroma procedente del jazmín del patio se filtraba a través de las rendijas entreabiertas de la ventana. Sí, era un Domingo de Ramos cuando, casi al alba, despertaba tras un profundo sueño un niño de Sevilla. Niño de barrio, de un barrio cualquiera, donde se respiraba durante todo el año el aire de sus devociones más profundas, de sus tradiciones y de la más pura gracia de nuestra tierra.
Aquel niño de no más de siete u ocho años, que jugaba con pasitos realizados sobre cajas de zapatos y nazarenos de cartón, había recibido el más maravilloso regalo que se le podía hacer y que venía a colmar, dentro de su pequeño mundo, el no va más de sus apetencias. Su padrino, conocido cofrade y Prioste de aquel tiempo, le había confeccionado un pequeño paso con una imagen de barro de la Virgen, cubierta de manto de raso verde pintado de purpurina.

El niño había soñado con lo que diariamente gustaba de soñar despierto: ser algún día, como su padrino, Prioste de su Hermandad. Y así se vio retratado en su sueño, figurando en una imaginaria cofradía como diminuto nazareno en la delantera de su pequeño paso.

Y en su fantasía, aparecieron ante él fachadas de chillones colores y balcones cubiertos de geranios, muchos de ellos desvencijados, con cristales rotos, y desiertos. Veía niños, infinidad de niños, unos vestidos de nazarenos de la mano de sus padres, otros vestidos de fiesta y que sostenían globos al aire, en tanto pedían caramelos a unos nazarenos de negras capas y túnicas moradas.

Veía señoriales casas de cancelas y patios de mármol, adornados por infinidad de cinerarias moradas, rosas o azules, en cuyas puertas grupos de graves señores vestidos de oscuro hablaban muy quedamente bajo los naranjos que festoneaban las aceras y que, a veces, cuando el paso se acercaba, desaparecían mágicamente entre las etéreas volutas del incienso. Los estilizados nazarenos se movían en silencio como figuras fantasmagóricas en la noche. Tan sólo se oían los compases de una marcha fúnebre queriendo acompañar el llanto de aquella Dolorosa de manto negro y ojos perdidos hacia el cielo de Sevilla.
Se vio ante una vieja Iglesia, en la que a través de una ventana podía contemplarse cada día la imagen de un Cristo que lloraba amargamente. Allí pudo ser testigo de la pericia de unos costaleros que, sorteando las pétreas agujas de una pequeña puerta ojival, hacían posible el milagro de sacar el palio de una Virgen, que al contacto con el sol de la tarde inundaba el entorno de bellas tonalidades celestes.
Veía, veía y veía. Hasta que de pronto sus ojos asombrados se encontraron con la estrechura de una encalada calleja donde racimos de geranios acariciaban, desde los balcones, los varales de su palio. Ella era prácticamente igual a las demás Vírgenes. Sin embargo, era distinta. No sabía apreciar bien si lloraba o sonreía. Un fruncido ceño sobre sus cejas daba a su rostro un singular y característico gesto que la hacía inconfundible. Era su Virgen. La de su particular y queridísimo pasito. La del manto verde y oro. La de las piedrecitas de esmeraldas pintadas sobre el pecherín. La de la risa entre lágrimas... ¡Dios mío, qué hermosa era! Realmente aquello tenía que ser un sueño o una celestial aparición, porque él jamás la había visto anteriormente, tan sólo en estampas. Ella salía de madrugada, en esas horas en las que los niños de entonces no estaban en la calle. Sin embargo, la había reconocido, era Ella...
–"Pararla ahí", exclamó dirigiéndose al capataz con toda la autoridad que le daba aquel cargo de pequeño e idealizado fiscal.
Y aquel niño despertó sobresaltado y con su corazón latiendo a ritmo de tambor. Su primera mirada fue para el pequeño paso que se encontraba a escasos metros de su cama. La segunda, para la túnica que colgaba de una percha en un rincón de la habitación. No correspondía, por supuesto, a la túnica que momentos antes vestía junto a la Virgen de sus sueños. Pero la miró con ilusión, con esa ilusión que los niños de Sevilla sienten por vestir la túnica nazarena. No obstante, en aquel momento el niño sintió deseos irreprimibles de poder vestir algún día, cuando fuera mayor, la túnica de sus sueños para acompañar en una Madrugada a la Madre de Dios por las calles de Sevilla".


2 comentarios:

  1. Al final conseguiras que acompañe a mi mujer a "ver las cofradias". Grácias por seguir haciendo soñar con Sevilla.

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  2. Naranjito amigo.Gracias a ti por seguir soñando. Te propongo una sugerencia. Un día cualquiera de Semana Santa coge con tu mujer y acércate a una calle próxima a la que pase una cofradía de barrio, si puedes sentarte en un banco mejor, y espera en silencio como tus sentidos te avisan de que va llegando. Sentirás con el sonido del gentío, los aplausos, la música que se va acercando, primero tenue casi imperceptible, después más nítida, hasta hacerse un caudal de mágicos sonidos, y de nuevo el aplauso, sentirás, si verlo, que allí esta Dios.Por la alegría de la gente, por como huele a flor y a incienso, por como suena el aire en su honor.Creo querido amigo que después de esta "experiencia" disfrutaras más de las Hermandades de Sevilla. Un abrazo.

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